Don Benedicto Barbero Bermejo,
nació en la villa cacereña de Serradilla el 15 de abril de 1879, en un
hogar profundamente cristiano. Sintió desde muy niño la vocación
sacerdotal y cuando en su familia quisieron disuadirle, para ponerle a
prueba, respondió con firme resolución: "O estudio para sacerdote o no
estudio carrera alguna".
Cursó
sus estudios sacerdotales en los seminarios de Coria y Plasencia, y
habiendo obtenido la licenciatura en Teología en la facultad de
Salamanca, fue ordenado sacerdote el 24 de mayo de 1902. Desempeñó
sucesivamente los ministerios de párroco en Cristina, coadjutor en
Miajadas y vicerrector del seminario diocesano de Plasencia, donde dejo
honda huella por su competencias y extraordinarias virtudes evangélicas.
En
1919 obtuvo por oposición la parroquia de Santa María de Don Benito, la
más densa en feligreses de la diócesis de Plasencia. Su austera figura
de hombre entregado, de bondad rebosante, dispuesto a darlo todo por sus
feligreses, fue causa de admiración, estima y veneración popular.
El
23 de julio de 1936, a requerimiento del alcalde, y después de celebrar
la última misa entregó las llaves de su querida parroquia, y fue
confinado en su domicilio. Desde allí escribió a sus familiares "...yo
no pienso abandonar esto pase lo que pase", la frase que revela el deseo
de aceptar el martirio con la valentía del buen pastor que quiere dar
la vida por sus ovejas.
El
6 de septiembre fue llevado a la cárcel común. Por el respeto y
veneración que inspiraba, los mismos milicianos le sugirieron la idea de
que se ocultase, y que ellos cumplirían la misión diciendo
sencillamente que no estaba en casa, pero rechazó la propuesta diciendo:
"Yo debo hacer lo mismo que hizo mi Divino Maestro".
En
la cárcel sufrió con serenidad impresionante los ultrajes que le
causaron, gracias a la fortaleza acumulada en su vida de intensa
oración. Incomunicado un tiempo en una pequeña celda, siempre que hacían
la inspección le encontraban de rodillas, con la vista elevada al
cielo, abstraído de lo que pasaba alrededor suyo. Uno de los carceleros
aseguró que en una ocasión al entrar en la celda de madrugada, lo halló
levantado del suelo, en el aire, arrodillado en actitud orante.
El
30 de septiembre de 1936, fue el día señalado para el holocausto. Junto
con otros cuatro sacerdotes y numerosos seglares fue llevado al paredón
de fusilamiento por su condición de sacerdote, pues ningún otro crimen
le podían imputar. Bien lo sabían sus verdugos, cuando al pasar cerca
del Hospital de la Cruz roja, le ofrecieron ser ingresado en él, en un
último intento de salvarle la vida; pero una vez más su voluntad estaba
decidida a apuntar el cáliz y respondió: "Me voy con mis compañeros, que
ahora me necesitan más que nunca".
En
las tapias del cementerio recibió la descarga mortífera que acabó con
su vida. El cadáver fue hallado separado de los demás, incorporado en un
ángulo de los muros del camposanto, con el rosario pendiente de sus
manos sacerdotales en una última plegaria a la Virgen de las Cruces.
Había consumado la sangrienta Misa de su propia vida y ofrenda.
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